Las políticas de desfederalización del microtráfico de estupefacientes:

Bombini, G., 2022. Las políticas de desfederalización del microtráfico de estupefacientes: perspectivas de mercados (ilegales) y de derechos humanos. Revista Atipica, (4).


perspectivas de mercados (ilegales) y de derechos humanos

El objetivo de las reflexiones contenidas en los párrafos siguientes es puntual y acotado: plantear programática y preliminarmente, y enfocado desde una perspectiva de derechos humanos, la trascendencia y necesidad de profundizar los conocimientos criminológicos empíricos en relación a la estructuración y funcionamiento de los mercados ilegales de drogas como medio para reorientar y ajustar las políticas de persecución, juzgamiento y castigo legal en el campo de aplicación de la ley de desfederalización de estupefacientes.

Con esa mira, partiendo de un sintético recorrido histórico sobre las políticas de drogas en nuestro contexto cultural, se describe muy brevemente el proceso de implementación de esa legislación específi ca en la provincia de Buenos Aires, para fi nalmente poner en debate algunos lineamientos básicos que puedan servir al redireccionamiento y reforzamiento de las acciones político-criminales y judiciales en la materia.

En efecto, de acuerdo con esa propuesta, en primer lugar conviene destacar que a partir de los aportes de distintos estudios políticos y criminológicos, hoy puede afirmarse con cierto grado de consenso que, desde inicios del siglo pasado, la cuestión ligada a los modelos de gestión de las drogas ilegales ha sido sometida a un alto nivel de politización. 

Así, el surgimiento de un discurso prohibicionista en el contexto norteamericano en las primeras décadas del 1900 – y en el marco de una reorientación de los mercados ilegales y sus estructuras organizativas hacia actividades vinculadas a determinados tipos de tóxicos-, comenzó a instalar como predominante al modelo punitivo. Rastreando su genealogía en el país del norte, es apreciable la emergencia de este modelo en un escenario de fuerte moralización impregnada por una selectividad discriminatoria y racista, y por la evocación de discursos altisonantes y prácticas antiliberales y punitivistas.

Esa apuesta fue cobrando forma institucional a través de la creación de agencias policiales específicas, y logró consolidación definitiva unas décadas más tarde con la estridente declaración política de Guerra contra las Drogas, la que resultó acompañada de sucesivas convenciones de derecho internacional que sirvieron para encolumnar a numerosos estados a nivel internacional y especialmente latinoamericano en una especie de cruzada moral. 

Progresivamente, leyes draconianas de baja calidad técnico-jurídica con normas penales y procesales regresivas en aspectos relativos al resguardo de derechos y garantías fundamentales, se inscribieron en aquella dirección guiada por un vocabulario y un actuar bélico, difundiéndose por prácticamente todos los países de la región y consagrando un derecho penal de excepción o de emergencia. 

En ese contexto más general, el alineamiento inicial de nuestras leyes nacionales (20.771 y 23.737) al paradigma prohibicionista vigente en el orden internacional y, por lo tanto, la trascendencia asignada a la persecución y sanción penal del fenómeno, derivó en su consideración como delito de competencia federal.

Sin embargo, hace casi ya dos décadas comenzó a debatirse en nuestro país la necesidad de desdoblar las competencias judiciales en materia de drogas ilícitas. En efecto, se estimaba relevante intentar dar cierto giro en ese paradigma y adoptar un criterio de diferenciación. Se apuntaba a que esa distinción permitiese, por un lado reservar a la jurisdicción federal aquellos casos enmarcados en las distintas figuras de tráfico de estupefacientes que tuvieran un volumen y trascendencia mayor; y que por otro, facultara a las jurisdicciones locales a diseñar una política criminal más cercana al territorio y asumir las competencias de persecución, juzgamiento y castigo en los delitos menores de tenencia, suministro y de comercialización al menudeo. 

La consagración normativa por el Congreso Nacional por ley 26.052 del año 2005 tradujo esas expectativas en un texto legal que, al modificar el art. 34 de la ley 23.737, permitió -mediante un inusual mecanismo de adhesión-, la asunción parcial de las competencias locales respecto de algunos delitos de menor entidad de los contenidos en aquella ley. 

En lo esencial, las conductas de quienes tengan estupefacientes para consumo propio o simplemente los tengan o los comercialicen, entreguen, suministren o faciliten en dosis fraccionadas destinadas al consumidor final son el objeto normativamente demarcado y sobre el cual recae esa competencia. No obstante, se aprecia que no existe ninguna modificación a nivel sancionatorio, en tanto mantienen intactas las penalidades originalmente previstas. 

Vale decir que, aunque desdobló en orden a su gravedad a las conductas de tráfico a cierta escala (federal) y a las de microtráfico (provincial), sin embargo no contempló modificaciones punitivas en las respuestas penales, acorde con esa diferenciación. Tampoco introdujo figuras atenuadas o cláusulas de reducción de la punibilidad que permitiesen dar margen a valoraciones de justicia material en los casos concretos de inserción en este tipo de actividades ilícitas de personas consideradas vulnerables por razones de género, migración, juventud, consumos problemáticos o condición social.

Así las cosas, la denominada ley de desfederalización, con pronta implementación en la provincia de Buenos Aires -como principal interesada en su promoción- importó la persecución intensiva por los poderes judiciales locales de los delitos de menor gravedad pero, persistiendo en penalidades gravosas. Este tipo de estrategia, acorde con la habilitación legal por vía de adhesión, se replicó ulteriormente en otros escenarios provinciales, resultando que más tarde han hecho uso de esa opción otras provincias como Córdoba, Salta, Chaco, Formosa, Entre Ríos, y finalmente también la jurisdicción de CABA.

En cualquier caso, se advierte que la misma transita el camino de una política que apunta a la criminalidad de menor gravedad comparativa, y se inscribe en el despliegue de una estrategia de intervención de carácter territorializado, con desembarco de recursos locales en la ejecución de una política incisiva en los espacios más complejos de la órbita bonaerense. 

Como se anticipara en el marco de una mixtura efervescente de racionalidades bélicas, cruzadas morales y un alto nivel de politización -como características centrales sobre las que se ha desplegado el modelo prohibicionista en los países occidentales durante el siglo XX-, esta legislación vino movilizada por discursos securitarios y punitivistas que vieron en esta herramienta atípica de mudanza hacia las competencias locales de un núcleo de delitos ligados al microtráfico de drogas, la respuesta política preferente a las demandas generadas en sectores urbanos populosos a raíz de la conflictividad social derivada de la difusión amorfa y capilar de tales mercados ilegales en el territorio.  

En ese escenario, las posiciones sostenidas en el debate parlamentario que le dio origen dan cuenta de la justificación de la necesidad de la norma sustentada en dos tipos de racionalidades convergentes: una de tipo expresiva o emotiva y otra de tipo eficientista. 

En cuanto a las racionalidades expresivas o emotivas, se verifican dos direcciones posibles. Por un lado, las que apelan a expresiones y contenidos de carácter bélicas, tales como la permanente alusión a una situación de combateo a enfrentar a un flagelo. Por otra parte, aparecen también dentro del catálogo de racionalidades expresivas o emotivas, aproximaciones populistas que advierten innumerables referencias a la búsqueda de soluciones a los vecinos o a los barrios, como sujetos colectivos de demandas a atender con la penalidad. 

Finalmente, en lo que se refiere al eficientismo también se aprecian dos direcciones diferenciadas. Por un lado, el favorecimiento a acciones proclives a mejores resultados por el hecho de la cercanía que importa el traspaso a las competencias locales y por otro, por la disponibilidad de mayor cantidad de recursos que garantizarían la eficiencia buscada.

No obstante, en las distintas jurisdicciones la polémica sobre la eficacia de la iniciativa es encendida. Mientras que por un lado en ciertas esferas políticas circulan numerosos proyectos de incorporación de nuevas provincias entusiasmadas con las retóricas del combate al fenómeno, por el otro se escuchan voces disonantes que en postura regresiva, reclaman la urgente refederalización motivada en los resultados negativos obtenidos a la fecha. Se discuten no sólo cuestiones ligadas a la efectividad de su incidencia en la reducción de los mercados ilícitos de drogas sino también aspectos vinculados a sus cuantiosos costos económicos y a los efectos deletéreos en términos de selectividad, criminalización y encarcelamiento que atiborran inútilmente las estructuras judiciales y penitenciarias locales y se proyectan en afectaciones a derechos humanos. 

En este contexto, tanto en el despliegue de políticas de persecución policial y fiscal, como de litigio y enjuiciamiento y de trato detentivo y carcelario, resulta crucial debatir con mayor detenimiento y profundidad sobre aquellos enfoques criminológicos y jurídicos que procuren -en base a una comprensión más acabada del fenómeno- reelaborar racionalmente la política criminal aludida.

Desde esta perspectiva, el punto nodal de la cuestión parece centrarse en construir esas iniciativas ejecutivas y judiciales sin perder de vista en ningún tramo de las intervenciones, su definición como un tipo de criminalidad ligada a la estructuración y funcionamiento de mercados ilícitos. Es decir, la posibilidad de establecer -con cierto grado de certeza- de qué modo se concreta la configuración de espacios más o menos difusos de circulación de esas mercancías prohibidas legalmente para comprender su funcionamiento e integración. 

En este sentido, aunque es poco todavía lo que se conoce desde un punto de vista criminológico sobre los mercados locales de drogas, su caracterización, los tipos y calidades de sustancias preponderantes, sus rutas de circulación, las variaciones en los precios y los impactos que producen, las violencias que los circundan o su ligazón con otros mercados ilícitos; al menos es posible afirmar sin mayores dudas que las conductas infractorias a la ley de desfederalización de ningún modo pueden ser consideradas en forma aislada como hechos individuales, sino en el marco de un grado relevante de vertebración que supone el despliegue de la actividad ilícita en los territorios y a través de subjetividades esencialmente fungibles. 

De este modo, en tanto que mujeres de barrios empobrecidos a cargo de grupos familiares cuantiosos, jóvenes y adolescentes de similares sectores sociales y expuestos frecuentemente a entornos especialmente violentos o mujeres trans inmigrantes en determinados espacios urbanos, son la expresión visible del fenómeno criminal para las agencias penales del Estado; el hecho de la detección de sus actividades, y su consecuente criminalización y encarcelamiento, no conmueven sustancialmente el funcionamiento de unas estructuras de mercado que se recrean rápidamente -en ocasiones casi inmediatamente- en los mismos sitios y bajo el accionar de las mismas categorías de actores, quienes resultan reemplazados como elementos intercambiables en entramados de mayor complejidad. 

Esta realidad palpable del proceso de criminalización, verificable en un conjunto relevante de los casos que son sometidos al sistema penal bonaerense, no debe ser considerada como un efecto secundario o anecdótico, sino que por el contrario debe ser puesta en el centro de la escena para repensar y rediseñar las acciones político-criminales de persecución penal y de las de interpretación y aplicación de la ley al momento del juzgamiento, tanto desde una dimensión de la eficiencia estatal como otra de resguardo y tutela de derechos humanos fundamentales. 

Vale decir, que esa especial configuración del mercado ilícito de drogas debe ser objeto de una consideración prioritaria, de modo que los recursos estatales predispuestos para lograr algún grado de eficacia político-criminal en la persecución de estos delitos y en la reducción de las consecuencias más graves en términos de salud pública, fortalezcan la idea ya suficientemente instaurada de destinarlos a impactar decididamente sobre los niveles más altos de conducción real de esas actividades criminales. 

Pero por otra parte, exige también que la interpretación y aplicación de la ley se guíe por una perspectiva de derechos humanos que reconozca esas dinámicas complejas e intente distinguir la diversidad de situaciones en que se encuentran inmersas las personas criminalizadas. 

De este modo, las herramientas que brindan instrumentos internacionales como la Convención de los Derechos del Niño, la Convención de Belém do Pará, los Principios de Yogyakarta, la Convención de las Personas con discapacidad (especialmente en casos de salud mental) y la legislación local consecuente, deben permitir identificar las especiales condiciones de vulneración de derechos en que pueden encontrarse jóvenes, adolescentes, mujeres, mujeres trans, inmigrantes o personas que presentan consumos problemáticos, quienes suelen conformar las terminales visibles de tales emprendimientos ilegales y, por lo tanto, las presas usuales de las agencias del sistema penal. 

Dicho de otra manera, la incorporación y reforzamiento de las perspectivas de niñez, de géneros, de salud mental, de inclusión social y -en el caso en que se presentan algunas de esas categorías superpuestas- la denominada mirada interseccional, resultan las ópticas necesarias para la protección de los derechos humanos de personas que, al resultar cooptadas o involucradas en esos entornos ilícitos, son objeto de vulneración y de criminalización. 

Para culminar, volver a reafirmar las ideas presentadas inicialmente en relación al carácter prioritario y perentorio de profundizar nuestro conocimiento criminológico empírico sobre la estructuración, lógicas y funcionamiento de los mercados ilegales de estupefacientes.

Ello, no sólo porque, como se aprecia en la agenda pública y mediática, la cuestión de drogas resulta una de las preocupaciones principales desde un punto de vista político criminal, sino porque esa información es capital a la hora del rediseño de unas políticas de persecución penal que pretendan incidir seriamente en términos de resultados eficaces respecto de la contención de las violencias que expresan y rodean tales actividades ilícitas. 

Pero a la vez, porque resulta un punto de partida imprescindible en la tarea de reajuste de las herramientas dogmáticas que modelen una interpretación legal acorde con los principios de derechos humanos, y desde esa óptica se tornen útiles en la reelaboración de los criterios de imputación penal afines con aquellos objetivos y tiendan a evitar reproducir indefinidamente persecuciones penales tan ineficientes como injustas y desproporcionadas. 

En suma, esta parece la dirección a seguir si lo que se pretende es alcanzar una política criminal que busque elevar los niveles de convivencia democrática y pacificación social y a la par, mitigar las violencias y las serias afectaciones a derechos humanos que provocan tanto los mercados ilegales como los sistemas penales. 


*Nota de autor: de acuerdo con las pautas de extensión de esta publicación, se prescinde del uso de referencias bibliográficas o a pie de página. Al respecto, o por cualquier otro aspecto relacionado al contenido del texto, pueden dirigirse a gabrielbombini@gmail.com 


Por Gabriel Bombini
Profesor e Investigador en Derecho Penal y Criminología de la Facultad de Derecho de la Universidad Nacional de Mar del Plata. Juez de Garantías nro. 5 del Departamento Judicial de Mar del Plata.