Deza, S., 2021. Abortar finalmente, es un derecho. Revista Atípica, (1).
A horas de que termine el año 2020, Argentina aprobó la despenalización y legalización del aborto hasta la semana 14 inclusive en una jornada histórica para quienes estuvieron dentro y fuera del Senado con el corazón latiendo a -y en- muchas revoluciones.
Ocurre en estos confines del sur, que la soberanía reproductiva tiene poderosos detractores y fuertes luchadoras, y aunque moleste, el veto estatal a la autonomía sexual obtuvo finalmente su punto final democático en la sanción de la ley 27.610.
Parte del nudo de la discusión social, política y legislativa en torno al reconocimiento del derecho a decidir abortar se centró en el debate que simplifica el reclamo de agencia moral, de dignidad y de autonomía en una disputa bien figurativa: despenalización vs. legalización. Ambos comportamientos, el de desincriminar la decisión de abortar y el de reconocer que abortar es un derecho, son anverso y reverso de una misma trama tan personal como política: la de la soberanía sexual.
La desincriminación de la decisión de abortar y la despenalización del aborto por voluntad de quien gesta, dentro del primer trimestre, sin dudas comportaría en sí mismo un gran avance jurídico para cualquier país. Pero también con certeza cabe afirmar que la despenalización sin legalización, en sociedades con dolorosas asimetrías en las posibilidades de acceso a bienes y servicios como la nuestra, profundizaría las desigualdades estructurales que provocan la escasez de recursos simbólicos, la falta de recursos materiales y el resto de las variables de interseccionalidad que, superpuestas a la condición de género, tornarían ilusorio el derecho a abortar.
Cuando el art. 2 de la ley N° 27.610 reconoce el derecho a “Decidir la interrupción del embarazo de conformidad con lo establecido en la presente ley”, implícitamente el Estado asume que la autonomía sexual y la soberanía reproductiva, frente a un embarazo del primer trimestre, pueden albergar la decisión de continuar esa gestación o la de ponerle fin, con la misma intensidad y protección estatal. Y cuando la ley reconoce que el derecho a “Requerir y acceder a la atención de la interrupción del embarazo en los servicios del sistema de salud” está estipulando para la decisión de abortar, las mismas obligaciones que un Estado Garante del acceso a la salud pública tiene para el resto de las prestaciones médicas lícitas como puede ser una amigdalitis, un cuadro gastroenterológico o un tratamiento oncológico.
Uno de los grandes interrogantes que se repitieron a lo largo de las audiencias informativas de 2018 y 2020 fue ¿Cómo es posible que un delito pase a ser un derecho? Y es precisamente en esa operación legislativa de quitarle la connotación de crimen a una conducta, la de suprimir la vida intrauterina dentro de las primeras 14 semanas sin ninguna causal, lo cual arroja como resultado la legalidad del derecho a decidir abortar en los términos del art. 19 de la Constitución Nacional. Luego de ello, siendo una opción legal en términos de autonomía el aborto en el primer trimestre, el Estado asegura la prestación médica que es correlato del derecho a decidir de forma tal de que la soberanía reproductiva no sea declamativa, sino efectivamente practicable por cualquier persona con capacidad biológica de gestar.
Lo mismo ocurrió con la ligadura tubaria (conocida como “ligadura de trompas”) o las cirugías de reasignación sexual que, estando prohibidas por la ley N° 17.132 que regula el ejercicio de la medicina, podían ser penadas en el marco del delito de lesiones hasta que se sancionaron las leyes N° 26.130 y N° 26.743, oportunidad en la cual aquella prohibición que vetaba la soberanía sexual convirtió un posible delito en un derecho que debe ser garantizado a través del acceso a la atención sanitaria.
Recordemos que el Estado argentino, según los compromisos internacionales que ha tomado con la salud de la población, es garante del acceso a atención sanitaria en los tres subsectores: público, privado y de obras sociales. Y es en todos esos espacios donde debe tener disponible la IVE. Y cuando se incorpora el derecho a “recibir atención postaborto en los servicios del sistema de salud, sin perjuicio de que la decisión de abortar hubiera sido contraria a los casos legalmente habilitados e conformidad con la presente ley”, el Estado se hace cargo, indirectamente, de las transgresiones de sus agentes de la salud pública que sistemáticamente usan su lugar de poder para denunciar indebidamente a las mujeres que acuden a buscar ayuda sanitaria luego de un aborto casero -sea provocado o espontáneo- para devolverlas convictas a la sociedad, a modo de castigo moral.
El aborto es contracultural y por eso es gobernado a través de múltiples alianzas: ciencia y derecho ha sido una muy exitosa en esta empresa de los conservadurismos religiosos de re-escribir la idea autonomía de forma restrictiva1. Gobernar es administrar los conflictos, es regulación de confrontaciones, dirección de adversarios, es articulación de vínculos, es recomposición de lazos y es también la estructuración de campos posibles de acción entre los actores sociales, unos respecto de otros2.
No es poca cosa entonces reconocer que abortar es un derecho, porque, no es menos cierto que las resistencias culturales, sociales y políticas vigentes para asumir el principio de legalidad y reserva en torno a decisiones reproductivas evidencian la insuficiencia de la despenalización a la vez que imprimen la necesidad la legalización.
Por ello la conquista feminista es doble: no solamente el aborto salió del horizonte penal dentro del primer trimestre, sino que el Estado asumió legalmente su condición de garante del acceso a la prestación sanitaria lícita que es correlato inescindible del derecho a decidir.
Objeción de conciencia como protección, no como agresión
La objeción de conciencia nació como una herramienta noble para resistir la opresión y proteger aquellas minorías que, en el juego de mayorías, podrían ver injustamente arrasada su subjetividad. En nuestro país, el primer antecedente jurisprudencial que reconoció la objeción de conciencia fue el caso “Portillo”, en el que un conscripto pidió eximirse de recibir instrucción militar que le posibilitara alzarse en armas, donde la Corte se encargó de aclarar que le reconocía esta posibilidad, solamente porque corrían tiempos de paz. Y afirmó además: “Distinta sería la solución si el país y sus instituciones se encontraran en una circunstancia bélica, pues, en ésta, nadie dudaría del derecho de las autoridades constitucionales a reclamarle a los ciudadanos la responsabilidad de defender, con el noble servicio de las armas, la independencia, el honor y la integridad de Argentina”3.
Cuando me tocó hablar en la Cámara de Diputados expresé que el art. 10 del Proyecto era una enorme concesión a quienes suelen usar la propia conciencia como herramienta para afectar el servicio de salud pública ¿Por qué? Porque desafortunadamente esta herramienta de “excepción”, frente a los derechos sexuales en general y el aborto en particular, invierte su lógica de creación y funciona en los hechos como una “regla”. Así emergen Instituciones que, al contar sólo con personal objetor, retiran fácticamente de la oferta sanitaria prestaciones médicas lícitas: la favorita es la interrupción legal del embarazo.
También estoy convencida de que el desgobierno de la objeción no sería posible sin la colaboración silenciosa de los tomadores de decisiones políticas que avalan este comportamiento agresivo hacia las usuarias. Urge tener presente a la hora del diseño de cualquier política pública dispuesta a regular el acceso al derecho a decidir que esta posibilidad de declinar excepcionalmente la obligación de brindar asistencia que se expresa como “objeción de conciencia” se da en el marco de una relación sanitaria que es intrínsecamente asimétrica en términos de poder; y que no hay justicia cuando quien tiene la rectoría en materia de políticas públicas mira para otro lado habilitando se cargue en las espaldas ya vulnerables de las usuarias, la protección de las conciencias privilegiadas.
Insisto, el problema no está en quien se asume públicamente como objetor, pero hace la derivación como la ley N° 26.529 le manda, busca quien asegurará la prestación que su objeción negará y deja constancia de su objeción y de esa derivación en la historia clínica, sin interferir violentamente en la autonomía de su paciente.
El problema son los objetores que cierran la puerta de acceso a la salud, buscan evangelizar a sus pacientes y tratan indignamente a quienes no piensan igual. La peor cara de la objeción, la más dañina, es aquella que se enmascara y oculta tras un lugar de poder para trastocar el autogobierno brindando información falsa o sin evidencia científica, solicitando interconsultas o estudios innecesarios y hasta judicializando el consentimiento de la paciente o pidiendo autorización judicial. O la objeción encubierta de proveer un legrado en vez de un aborto con pastillas, sólo para provocar dolor. O la objeción encubierta que sufrió Belén que fue denunciada en situación post aborto por sus médicxs para lograr un castigo penal acorde a sus preferencias morales. O la objeción que se oculta detrás del uso de los adelantos tecnológicos que desarrollar la viabilidad fetal que asegure un nacimiento con vida, aunque sea por unas pocas horas, cuando se pidió una ILE.
Y es que la objeción de conciencia se teje y desteje políticamente bajo el abrigo de la falta de secularización del derecho y de la atención sanitaria que empujan a las maternidades forzadas cuestionando la autonomía progresiva, negando ESI o anticonceptivos.
El problema de la objeción de conciencia es que se hace política con ella. El peligro de la objeción de conciencia desgobernada institucionalmente y sin control estatal, es que es que busca vaciar de contenido políticas públicas diseñadas para el acceso a la salud sexual. Será un desafío titánico del Estado garantizar a la población que la libertad de culto de algunos/as no consolide la subalternidad sanitaria de otres que también tienen libertad de conciencia.
En esta línea, que la ley N° 27.610 prevea límites a la posibilidad de objetar en el art. 10 “a) Mantener su decisión en todos los ámbitos, público, privado o de la seguridad social, en los que ejerza su profesión; b) Derivar de buena fe a la paciente para que sea atendida por otro u otra profesional en forma temporánea y oportuna, sin dilaciones; c) Cumplir con el resto de sus deberes profesionales y obligaciones jurídicas”, da cuenta de un Estado que si bien parece no haberle tomado el pulso político a este dispositivo de poder, escuchó lo que los feminismos venimos diciendo sobre el tema.
Es augurioso que se haya descartado la objeción de conciencia institucional que tanto militaron los conservadurismos religiosos y que, en vez de ello, el Estado haya tomado la valiente decisión de reconocer lo que en la práctica funciona como tal. Esto es la superposición de objeciones individuales que se convierten de facto en una objeción institucional. Celebro el art. 11 en tanto prevé que la derivación en los casos en que todos los profesionales de un Establecimiento sean objetores será a otro lugar “similares características” -no del privado al público por ejemplo- y a su costa, esto es afrontando la Clínica o la Obra Social el gasto económico del tratamiento que no están dispuestos a dar.
Queda la certeza de que se ha hecho una concesión, pero también de que sin este articulo la ley hubiera sido mucho más franqueable en sede judicial. Y queda la duda acerca de cuánto del esfuerzo titánico que requiere supervisar que la objeción no se convierta en maldición, está dispuesto a hacer el Estado.
Judicialización, el revés de la objeción
En la tarde del 29 de Diciembre de 2020, horas antes de que abortar por fuera de las causales de 1.921 sea un derecho, la Senadora Silvia Elías de Pérez anunciaba en conferencia de prensa que judicializarían el aborto voluntario. Otros no fueron tan directos, pero también lo dijeron o lo dejaron entrever en sus grandilocuentes discursos de moralina feudal pronunciados mirándose al espejo, pero de espaldas a la realidad.
Y así, con la impunidad que sólo dan ciertos lugares de poder en la política, la parte más rancia de nuestros representantes legislativos que pugnaba para que el aborto siga siendo clandestino e inseguro y avizoraba en ese momento una derrota, también anticipaba que mudarían la disputa política al campo del Poder Judicial.
Una vieja estrategia conservadora, para un nuevo derecho. Acudir a la justicia para volver atrás es un clásico de los conservadurismos religiosos.
Judicializar para desconocer los derechos que no son afines con el dogma religioso que profesan y buscan conservar, es una constante antidemocrática que ya se desplegó con la anticoncepción hormonal de emergencia, con la creación del Programa de Salud Sexual, con el Protocolo para abortos en casos de violación y peligro para la salud o vida, con las Cátedras de Aborto en Universidades Públicas, con la implementación de la ESI. Por eso cuando nos preguntan a las feministas si nos sorprenden las acciones que intentan en cada provincia en contra de la IVE, respondemos no.
Invocar la Constitución Nacional para darle mayor peso discursivo al argumento que se sostiene no es nuevo. “Inconstitucional” o “anticonstitucional” son caballitos de batalla para desacreditar una estatal. Pero la única verdad es la realidad y no importa cuánto repitamos este mantra porque la propia Constitución Nacional explica muy bien qué es inconstitucional en el artículo 31 cuando aclara que “Esta Constitución, las leyes de la Nación que en su consecuencia se dicten por el Congreso y los tratados con las potencias extranjeras son la ley suprema de la Nación; y las autoridades de cada provincia están obligadas a conformarse a ella, no obstante cualquiera disposición en contrario que contengan las leyes o constituciones provinciales”.
La pista entonces para entender por qué la protección de la vida desde la concepción -incluida en las Constituciones Provinciales de varias provincias de nuestro país- no es un argumento válido para cuestionar la ley N°27.610 es precisamente esa: la supremacía de la Constitución Nacional que es la regla de juego más importante que se da un país para sí mismo y por eso las Provincias deben adecuarse a ella por el bien de la República y del sistema federal.
El problema de sentencias que suspenden la vigencia de un derecho reservado al Congreso sin tener las competencias para hacerlo, no son lagunas jurídicas, ni oscuridades legales. El problema de esta otra objeción de conciencia que es la judicialización conservadora es la connivencia históricamente probable y perfectamente posible -como ocurrió en la hoy “República de Chaco”- entre sectores religiosos y juristas confesionales que no encuentran límites éticos para hacer una cruzada con la ley.
En síntesis, la epopeya feminista que puso final al veto estatal a la soberanía sexual y a la autonomía reproductiva está cumplida porque abortar es un derecho. Sin embargo, la batalla por liberar los cuerpos rehenes de la tiranía biologicista que nos quiere madre a toda costa aún no termina, porque así como el refrán indica que del dicho al hecho hay un trecho, del derecho a la realidad también hay un trecho.
Nos queda por delante el desafío de la lucha feminista y organizada por el acceso irrestricto a la prestación sanitaria que asegura el derecho a decidir para todas, para todes y en todas partes del país. Porque abortar sin privilegios, también es justicia social.
Por Soledad Deza.
Mujeres x mujeres Tucumán