En defensa del pluralismo de voces

Lozano, L. (2023). ‘En defensa del pluralismo de voces’, Revista Atípica (5).


El paradigma de derechos humanos y las políticas de fomento a la diversidad de voces como respuesta a los discursos de odio.

Antonio Gramsci odiaba a los indiferentes. San Martín buscaba “merecer el odio de los ingratos y el aprecio de los hombres virtuosos”. “No se cansan tus enemigos de sembrar odio contra vos”, le escribía Guadalupe Cuenca a su esposo, Mariano Moreno, en 1811, sin saber que había muerto envenenado en altamar dos meses antes. Son famosas las palabras de Eva Perón: “No entiendo los términos medios ni las cosas equilibradas. Sólo reconozco dos palabras como hijas predilectas de mi corazón: el odio y el amor”. 

En 2004, una asociación católica denunció al pintor argentino León Ferrari por incitación al odio, a partir de la exposición de una retrospectiva de su obra en el Centro Cultural Recoleta. Una jueza les dio la razón y suspendió la muestra hasta que la Cámara en lo Contencioso Administrativo de la CABA revirtió la decisión, semanas más tarde. 

Otro artista plástico, Roberto Jacoby, realizó una intervención en 2014 —que más adelante tuvo un correlato escénico y musical— llamada “Diarios del odio”: en las paredes de una habitación de la Casa de la Cultura del Fondo Nacional de las Artes escribió junto a un grupo de artistas amigos una serie de frases extraídas de los comentarios de lectores de los principales diarios digitales del país, especialmente de La Nación. “Muerte a los K y a esa maldita letra”, “Putos derechos humanos”, “Videla volvé”, “Negros de KK”, “A esa señora hay que matarla”, podía leerse entre muchos otros mensajes violentos.

Odio y política, odio y arte. El odio y cierto tipo de expresiones parecen inseparables, en tanto esa violencia, casi siempre apuntada hacia a un otro más o menos identificable, es un potente combustible de lo humano. La poeta polaca Wisława Szymborska lo dejó claro en los versos de su poema “El odio”: 

Ay, esos otros sentimientos,
debiluchos y torpes.
¿Desde cuándo la hermandad
puede contar con multitudes?
¿Alguna vez la compasión
llegó primero a la meta?
¿Cuántos seguidores arrastra tras de sí la incertidumbre?
Arrastra solo el odio, que sabe lo suyo.

Desde este enfoque, la existencia de discursos de odio y su correlato con determinados fenómenos de violencia no representa ninguna novedad. Sin embargo, su conceptualización desde una mirada multidisciplinaria ha posibilitado, en los últimos años, renovar las discusiones. Este proceso entraña, además, la oportunidad de poner en cuestión el concepto mismo de “odio” y considerar, según el caso, la utilización de categorías más precisas en su anclaje jurídico y político, como los conceptos de discriminación, prejuicio u hostigamiento, entre otros posibles.

Al mismo tiempo, el debate sobre este tipo de discursos nos enfrenta con la necesidad de problematizar el rol de las plataformas de distribución de contenidos digitales (incluidas las redes sociales), sus mecanismos de moderación, los criterios de espectacularización, morbo y amarillismo que guían la supuesta automaticidad de los algoritmos y los derechos de las personas usuarias frente al manejo de esa información procesada bajo la forma de grandes volúmenes de datos, mayormente fuera de las fronteras de nuestro país.

El objetivo de este artículo es presentar algunos ejes para el abordaje del tema, de manera acotada y con un recorte fundado en la perspectiva de derechos humanos y, particularmente, del derecho a la comunicación. 

¿Qué es el discurso de odio?*

Gustavo Ariel Kaufman (2015), caracterizó el discurso de odio como:

una opinión dogmática injustificada y destructiva respecto a ciertos grupos históricamente discriminados o a ciertas personas en tanto integrantes de dichos grupos, emitida con el propósito de humillar y/o trasmitir tal dogma destructivo al interlocutor o lector y de hacerlo partícipe de la tarea de marginalizar o de excluir a las personas odiadas. (pág.139)

El autor sostiene que la definición de los grupos discriminados es de esencial importancia para evitar el abuso de la noción con el propósito, por ejemplo, de condenar las opiniones políticas.

En esta línea, Kaufman expone una reflexión particularmente interesante para nuestro debate: el odio que amerita una limitación de la libertad de expresión no es cualquier sentimiento de desprecio hacia alguien o hacia un grupo, sino que se trata de un sentimiento que, cuando se expresa públicamente, es susceptible de humillar, herir y excluir a ciertos grupos que están en situación de vulnerabilidad a tales agresiones porque ya han sido lastimados, ellos y sus antecesores. De este modo, las sanciones deben ser circunscriptas al mínimo indispensable, evitar toda tentación de proteger a grupos o personas que no lo requieran de modo indubitable o que no hayan sufrido exclusiones estructurales de largo plazo y aplicar las normas que las condenan con prudencia.

Desde una perspectiva similar, en The Harm in Hate Speech, Jeremy Waldron (2012) analiza la figura penal tradicional en los países anglosajones del seditiouos libel (toda expresión publicada que incite a la sedición o insurrección contra el orden establecido). Waldron pone el foco en las limitaciones que esta figura generó para la crítica contra los funcionarios públicos y cómo forjó los modos que fue tomando esa crítica con los años en Estados Unidos. El argumento central del autor es que la protección de las figuras en el gobierno hallaba su justificación en el contexto de un Estado en formación. Una vez que el Estado se hace fuerte, esa figura cae y eso es lo que lleva a pensar a Waldron el discurso de odio como aquellas expresiones dirigidas a socavar la dignidad de las minorías. El gobierno ya no es débil; por lo tanto, la protección debe estar destinada a aquellos que sí lo son.

De esta manera, Waldron viene a quebrar con la tradición liberal del pensamiento norteamericano respecto de esta temática1. Como bien explica Alcácer Guirado (2015), su aporte revitalizó la discusión sobre los límites del discurso de odio, al reclamar, frente a la absoluta prioridad de la libertad de expresión defendida casi unánimemente tanto por la academia como por la jurisprudencia norteamericana, una mayor atención a la dignidad de quienes sufren los embates del discurso intolerante, admitiendo con ello que, dentro del esquema del liberalismo político, el daño social que estos discursos generan puede legitimar restricciones a la libre expresión.

Por su parte, la UNESCO (2015) ha advertido que la incitación al odio no puede abarcar ideas amplias y abstractas, como las visiones e ideologías políticas, la fe o las creencias personales en sentido general. Tampoco se refiere a un insulto, expresión injuriosa o provocadora respecto de una persona. Si el discurso de odio fuera definido de este modo, podría ser fácilmente manipulado para abarcar expresiones que puedan ser consideradas ofensivas por otras personas, particularmente por quienes están en el poder, lo que conduce a la indebida aplicación de la ley para restringir las expresiones críticas y disidentes.

En el mismo entendimiento, el Relator Especial de las Naciones Unidas sobre la promoción y protección del derecho a la libertad de opinión y de expresión (2012) ha expresado su preocupación sobre la existencia y utilización de leyes nacionales presumiblemente para combatir la incitación al odio pero que, de hecho, se utilizan para reprimir voces críticas o contrarias al poder. Estas leyes se caracterizan por disposiciones amplias y vagas que son utilizadas de manera abusiva para censurar discusiones de interés público.

De acuerdo con la Relatoría Especial para la Libertad de Expresión de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (2009), es relevante la regla según la cual la libertad de expresión debe garantizarse no sólo en cuanto a la difusión de ideas e informaciones recibidas favorablemente o consideradas inofensivas o indiferentes, sino también en cuanto a las que ofenden, chocan, inquietan o resultan ingratas a los funcionarios públicos o a un sector de la población. 

A la luz de lo anterior, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) ha establecido que la imposición de sanciones bajo la tipificación de “incitación a la violencia o cualquier otra acción ilegal similar” requiere un “umbral alto”. Estas sanciones deben tener como presupuesto la prueba actual, cierta, objetiva y contundente de que la persona no estaba simplemente manifestando una opinión (por dura, injusta o perturbadora que ésta sea), sino que tenía la clara intención de promover la violencia ilegal o cualquier otra acción similar contra las personas [pertenecientes al grupo], así como la capacidad de lograr este objetivo y que ello signifique un verdadero riesgo de daños contra las personas que pertenecen a estos grupos.

De la comparación entre la Convención Americana sobre Derechos Humanos (CADH) y el Convenio Europeo de Derechos Humanos (CEDH) surgen diferencias en la consideración y alcance de los derechos de recibir, difundir e investigar informaciones por cualquier medio. La principal es que, mientras la CADH consigna claramente que no habrá censura previa ni restricciones indirectas, sino responsabilidades ulteriores; el CEDH sí permite determinadas limitaciones por parte de los Estados ante ciertas circunstancias, de modo explícito. Bajo los estándares del inciso segundo del artículo 10 del Convenio Europeo, vemos cómo el principio de generalidad de los mensajes se ve recortado por la posibilidad de sujeción a “formalidades, restricciones o sanciones previstas por la ley, que constituyan medidas necesarias en una sociedad democrática”. En el caso de la Convención Americana, la presencia de estos requisitos será considerada sólo para la aplicación de responsabilidades ulteriores (art. 13) y, en ningún caso, podrá justificar medidas previas. Sobre estas premisas, los tribunales supremos de cada uno de los sistemas de derechos humanos se han pronunciado en formas opuestas en casos en los que se ha debido dirimir la pertinencia o no de medidas de censura, limitaciones o prohibiciones previas.

Más allá de lo expuesto en cuanto al alcance de los tratados en los que se asientan los sistemas regionales de derechos humanos de América y Europa en materia de censura previa, existen otros instrumentos internacionales que han avanzado hacia la limitación legítima del ejercicio de la libertad de expresión mediante la prohibición de ciertas expresiones de odio. La Convención para la Prevención y la Sanción del Delito de Genocidio, en su artículo 3 prevé que será punible la instigación directa y pública a cometer genocidio —crimen internacional que supone la intención de destruir, total o parcialmente, a un grupo nacional, étnico, racial o religioso—. 

Por su parte, la Convención Internacional sobre la Eliminación de Todas las Formas de Discriminación Racial prevé en su artículo 4.a como acto punible conforme a la ley:

Toda difusión de ideas basadas en la superioridad o en el odio racial, toda incitación a la discriminación racial, así como todo acto de violencia o toda incitación a cometer tales actos contra cualquier raza o grupo de personas de otro color u origen étnico, y toda asistencia a las actividades racistas (…).

En cuanto a las caracterizaciones de este discurso, ya en 1997 el Consejo de Europa había avanzado en una definición amplia: 

Todas las formas de expresión que difundan, inciten, promuevan o justifiquen el odio racial, la xenofobia, el antisemitismo y cualquier otra forma de odio fundado en la intolerancia, incluida la intolerancia que se exprese en forma de negacionismo agresivo y etnocentrismo, la discriminación y hostilidad contra las minorías, los inmigrantes y las personas nacidas de la inmigración. 

En igual sentido, el Tribunal Penal Internacional para Ruanda en el caso “Nahimana” (ICTR, 2003), definió el discurso del odio como “el estereotipado de la etnicidad combinado con su denigración”. 

Más recientemente, cabe destacar el desarrollo que llevó adelante Naciones Unidas a partir del llamado Plan de Rabat (2013). Ya desde su presentación el planteo da en la tecla: “En todo el mundo existen dos extremos: por un lado, los casos de incitación ‘real’ no son perseguidos, mientras que por otro lado los críticos pacíficos son perseguidos como ‘predicadores del odio’”. 

Del dicho al hecho. El discurso que instiga conductas

Los antecedentes planteados en el apartado anterior muestran que el encuadre del discurso de odio susceptible de penalización tiende a ser aquel que instiga a la comisión de actos de violencia por razones basadas en la discriminación. Desde esa perspectiva vuelve a cobrar importancia el famoso precedente que dio lugar al test del “peligro claro y actual” elaborado por la Corte Suprema de Justicia de Estados Unidos a principios del siglo XX —y receptado por los tribunales de nuestro país— para establecer bajo qué circunstancias el Estado puede legítimamente restringir la libertad de expresión y sancionar penalmente a quienes, mediante la utilización de discurso, puedan generar un peligro claro y actual. 

Al respecto, la Suprema Corte estadounidense (1919) expresó: 

(…) admitimos que en muchos lugares y en tiempos normales los acusados habrían actuado dentro de sus derechos constitucionales al decir todo lo que dijeron en el panfleto. Pero el carácter de cualquier acto depende de las circunstancias dentro de las cuales es realizado. La más estricta protección de la libertad de expresión no protegería a una persona que gritara falsamente ‘fuego’ en un teatro, causando pánico. Ni siquiera protege a una persona de una orden judicial que le prohíba expresar palabras que podrían tener todo el efecto de la fuerza. La cuestión en cada caso depende en si las palabras que han sido utilizadas en tales circunstancias y son de tal naturaleza, de forma tal que produzcan un peligro claro y actual de forma de producir los males sustanciales que el Congreso se encuentra autorizado a impedir. Es una cuestión de proximidad y de grado.

En sucesivos precedentes, desde entonces, la Corte de Estados Unidos ha reconocido que incluso palabras explícitamente amenazantes pueden no alcanzar el nivel de una verdadera amenaza punible cuando se considera el contexto completo en el que los hechos tuvieron lugar. En Watts vs. EEUU, por ejemplo, la Corte sostuvo que el lenguaje amenazador en un debate público era una mera retórica hiperbólica que no infundiría un temor razonable a un ataque real. El mismo tribunal señaló que para justificar una regulación de la libertad de expresión, la parte debía demostrar que los daños consecuencia de los dichos son ​​reales, no meramente conjeturales, y que la regulación aliviará estos daños de manera directa y material (Strossen, 2018).

En un sentido similar se ha expresado el Tribunal Europeo de Derechos Humanos (TEDH) en sus fallos de los últimos años. Tal como explica López Ulla (2018) tras un análisis pormenorizado de la jurisprudencia del TEDH: para hablar de discurso del odio, no basta con atacar o discriminar a un colectivo de personas o a alguno de sus miembros por razón de la raza, etnia, religión, nacionalidad, sexo, orientación sexual, etc. Para que podamos calificar unas declaraciones como pertenecientes a esta categoría, el TEDH exige que exista una incitación directa o indirecta a la violencia.

De acuerdo con esta definición, el TEDH ha considerado discurso de odio a manifestaciones que hicieron apología de la guerra, que negaron el holocausto, que propugnaron la restauración de un régimen totalitario, o que atentaban gravemente contra la paz social fomentando la intolerancia hacia grupos minoritarios, pero siempre cuando de tales actuaciones apreció, de forma explícita o implícita, un llamamiento a la violencia.

No obstante, como bien advierte el mismo autor, casos similares han tenido resoluciones disímiles por parte del TEDH:

Efectivamente, determinar hasta qué punto la acción denunciada puede concebirse como una incitación directa o indirecta a la violencia dependerá en última instancia de quién sea el juzgador, pues las valoraciones de este tipo están inevitablemente condicionadas por una carga subjetiva imposible de evitar.  

Vemos entonces cómo reaparece en las decisiones más recientes del TEDH la confirmación de que, en el ámbito europeo y conforme el artículo 10 del CEDH, existen discursos que se consideran fuera del alcance de la protección prevista en materia de libertad de expresión. Sin embargo, el Tribunal se va nutriendo de antiguos y nuevos estándares para definir los alcances de esta restricción cuando se aplica a los discursos de odio. Así, podemos comprobar que toda expresión vertida en el marco de un debate sobre cuestiones de interés público goza, en principio, de una protección mayor. No obstante, esa protección no alcanza a los discursos discriminatorios que inciten de manera directa a la violencia contra el diferente por el mero hecho de serlo.

Frente al odio, pluralismo y diversidad

Las preguntas básicas que dan origen a este debate siguen allí, aún después de la revisión de los tratados internacionales, la doctrina y la jurisprudencia. ¿Es la protección contra la discriminación un fin legítimo que admita la intervención o injerencia previa del Estado? ¿Qué rol político o jurídico le cabría al Estado frente a una denuncia de discurso de odio grave e inminente? Si interviniera de forma previa por vía judicial para ordenar que algún mensaje no circule, en nuestro país o en cualquier otro de la región, ¿cómo responder a la denuncia de violación al artículo 13 de la Convención Americana?

Si partimos del principio de derechos humanos que ordena privilegiar los derechos de la víctima en caso de superposición o tratamiento desigual de un tema por más de un tratado internacional ¿quién es la víctima cuando se trata de dos personas reclamando por sus derechos fundamentales? Ante esta pregunta resurge, además, un debate pocas veces dado sobre la razón de ser de la protección de la libertad de expresión: ¿Es la garantía necesaria para el desarrollo de la individualidad y su realización personal? ¿O su razón de ser es la conformación del estado democrático de derecho y el bien común? 

La libertad de expresión siempre ha sido objeto de apasionados debates, incluso cuando su ejercicio estuvo en riesgo por la existencia de dictaduras o cercenamientos a las libertades individuales. América Latina tiene una larga historia en estas cuestiones. Las más recientes van desde una agenda incumplida en materia de despenalización de calumnias e injurias hasta el desarrollo de políticas de fomento al pluralismo y la diversidad frente a niveles de concentración de la propiedad de los medios incompatibles con estados democráticos. Estos dilemas están lejos de resultar superados y, en el duro camino por la democratización de la palabra, los grupos históricamente discriminados en su acceso al debate público y sus voces disidentes siguen llevando la peor parte. 

La mirada más amplia que emana de los instrumentos internacionales y de los sistemas de protección de derechos humanos trae consigo exigencias concretas para la adopción de reglas jurídicas y políticas públicas en materia de libertad de expresión. Sin embargo, como hemos visto, esas exigencias no se traducen en modo alguno en respuestas estatales unívocas frente a los discursos de odio o discriminatorios. 

En este contexto, una de las primeras cuestiones a dilucidar en la discusión acerca del abordaje de los discursos de odio es el rol del derecho penal. En Argentina, al menos, no parece que la ampliación de los alcances de la herramienta penal sea la vía más idónea para encauzar la cuestión. Más bien todo lo contrario. Si contraponemos penalización frente a los discursos de odio, nos vamos a encontrar, más temprano que tarde, ante una situación dilemática en la cual se reforzarán los sesgos que atraviesan el sistema penal. No obstante, sigue teniendo sentido preguntarnos si es posible delimitar un campo de discursos prohibidos (el negacionismo del terrorismo de Estado entre ellos), sin perder de vista que esta consideración ha sido, hasta ahora, excluida en el ordenamiento interamericano. 

En términos generales respecto a las herramientas jurídicas, Analía Elíades (2022) en un artículo de esta misma revista reseñó con precisión que “el marco legal vigente permite el cese de tales mensajes y determina responsabilidades ulteriores de índole penal y civil pero el orden jurídico resulta insuficiente”.

En definitiva, el creciente debate en nuestras sociedades en torno a estos temas —en especial con la proliferación de discursos discriminatorios a través de las redes sociales—, obliga a repensar los mecanismos para proteger a aquellos colectivos que se han encontrado históricamente en situaciones de vulnerabilidad y hoy son objeto de expresiones de odio, las cuales muchas veces instigan conductas violentas. Algunos de los interrogantes planteados en este artículo pueden ser pensados como aportes para el abordaje del tema.

Las respuestas deberían poder cristalizar en políticas públicas sostenibles a largo plazo, destinadas a multiplicar el acceso a los medios de comunicación tradicionales, en especial para los grupos históricamente discriminados. Esas políticas están llamadas a encontrar sus directrices en los principios de derechos humanos, entendidos como paradigmas comunes para revalorizar la expresión plural en tanto elemento insustituible en la construcción de sociedades más justas y democráticas. 


Luis Lozano. Licenciado en Ciencias de la Comunicación (UBA) y candidato a doctor en Derechos Humanos (UNLa). Docente e investigador en la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires.


*. Algunas de las ideas expresadas en este apartado y el siguiente fueron publicadas previamente en Loreti, D. y Lozano, L. (2021). La tensión entre la libertad de expresión y la protección contra la discriminación. Incidencia de las regulaciones sobre censura previa, en El límite democrático de las expresiones de odio: principios constitucionales, modelos regulatorios y políticas públicas – coordinación general de Víctor Abramovich; María Capurro Robles y María José Guembe, Buenos Aires: Teseo.

1. Ver, entre otros, Rawls J. (1996), Sobre las libertades, Barcelona, Paidós y Dworkin, R. (1996), Freedom’s Law. The Moral Reading of the American Constitution, Oxford.


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