Los usos de la dureza:

Rodríguez Alzueta, E., 2021. Los usos de la dureza. Revista Atípica, (2).


La circulación de violencias altamente lesivas

1 En los últimos años han disminuido las violencias letales en Argentina. Los homicidios dolosos se han mantenido en las cuatro últimas décadas. Más aún, tienen una tasa relativamente baja si se la compara con los países de la región y relativamente estable si se la confronta con otros delitos en el país (delitos contra la propiedad).1 Pero si se mira provincia por provincia, para luego hacer foco en algunas ciudades, nos daremos cuenta que esos homicidios se distribuyen desigualmente. Vaya por caso la provincia de Santa Fe y, en particular, la ciudad de Rosario, que tiene valores que alcanzan las cifras de otros países con tasas muy por encima de la media argentina. 2

Si miramos la provincia de Buenos Aires, según datos elaborados por las actuales autoridades del Ministerio de Seguridad a partir de los homicidios dolosos que la policía registró en los últimos 5 años (4012 homicidios), la violencia predominante confirma otras investigaciones previas 3 y tiene las siguientes características: 

  •  El homicidio en riña explica 1 de cada 3 homicidios en la Provincia (31%), mientras que 1 de cada 5 están explicados por ajuste de cuentas (20%);
  •  Se trata de una dinámica persistente: riña y ajuste de cuentas son los principales tipos de homicidio en la Provincia desde hace más de 20 años; 
  •  El conocimiento previo entre agresores y agredidos, que además suelen ser varones y tener menos de 30 años: el 53% de los victimarios de homicidio por riña tiene menos de 30 años. El 96% de los victimarios identificados por riña es masculino. En cuanto a las víctimas: el 46% tiene menos de 30 años; el 35 % tiene menos de 25 años; y el 87 % es de sexo masculino; 
  •  El homicidio en riña está altamente concentrado en el espacio. Suelen ser enfrentamientos entre personas que conviven en el mismo barrio, que se conocen entre sí.

Ahora bien, recientemente algunos informes empezaron a llamar la atención sobre el incremento de violencias altamente lesivas que, aunque no produzcan la muerte, dañan el tejido social y agravan la desconfianza mutua, agregándole nuevas dificultades a la vida cotidiana en esos barrios. Esas violencias hay que buscarlas en las tentativas de homicidios o femicidios, en las balaceras perdidas e intencionadas, las lesiones graves, en los robos con lesiones y en los daños materiales que suelen producirse en muchas «entraderas» o intrusiones a domicilios particulares. No hablamos solamente de violencias individuales sino también colectivas. Vaya por caso la vandalización de escuelas y centros de salud, las peleas entre grupos de jóvenes, pero sobre todo en los linchamientos y tentativas de linchamientos, en los escraches barriales y la quema intencional de viviendas con la posterior expulsión de grupos familiares enteros; todas experiencias organizadas en masa por grupos de vecinos indignados. 

Se darán cuenta que estamos hablando de violencias diversas, protagonizadas por distintos actores, con distintas escalas de violencia. Una violencia que está hecha con distintas expectativas y organizada según distintos criterios. 

En segundo lugar, son violencias combinadas entre sí. Con esto no pretendemos sugerir que se encuentren necesariamente encadenadas entre ellas (Auyero y Berti, 2013), pero sí acumuladas (Misse, 2010). Violencias que hay que leerlas una al lado de la otra para comprender, no solo su complejidad, sino sus desplazamientos (de lo público a la privado y lo privado a lo público), los procesos de espiralización (su carácter mimético, el in crescendo de la violencia), y las condensaciones (o acoplamiento de violencias objetivas y subjetivas). 

Y, en tercer lugar, son violencias que se distribuyen desigualmente. Hay barrios donde no sucede absolutamente nada, y otros barrios donde la violencia forma parte de la vida cotidiana, se encuentra entramada y acumula a otras formas de violencias de larga data. Las violencias altamente lesivas se encuentran, según las autoridades del Ministerio de Seguridad,4 focalizadas en algunos barrios de los grandes conglomerados urbanos, donde la segregación espacial multiplica las desigualdades sociales (tanto las desigualdades objetivas, como las desigualdades percibidas al interior del propio territorio). 

2 El telón de fondo de esta violencia altamente lesiva está vinculada, entre otros, a cuatro factores. No hay espacio para analizar detenidamente cada uno de ellos, pero basta mencionarlos. Por un lado, al mercado ilegal de armas de fuego, es decir, a la facilidad para conseguir armas hoy día, a la falta de trazabilidad y registro y control de armas secuestradas. Armas letales, dicho sea de paso, en algunos casos, cada vez más sofisticadas y de distinto calibre. Esa «sofisticación» del arsenal utilizado puede ser un indicador para testear, entre otras cosas, la complejidad de los conflictos, el crecimiento de determinados actores. 

En segundo lugar, a los procesos de fragmentación social y degradación moral en contextos de grandes desigualdades que terminan agravando y reproduciendo las pequeñas desigualdades al interior del propio barrio. 

En tercer lugar, a la incapacidad de las agencias del estado, en especial el poder judicial y el ministerio público, para canalizar y procesar determinados conflictos territoriales que luego los vecinos «resuelven» de manera privada para tratar de reponer umbrales de tolerancia en los barrios.5

Y finalmente, a la cultura de la dureza que organiza algunas relaciones de intercambio entre muchos grupos de jóvenes en determinados territorios. Una dureza que está hecha de violencias emotivas y expresivas con muchos destinarios, algunos concretos y otros difusos. Una dureza hecha con armas de fuego, delitos callejeros, mucho bardeo, peleas, y cultura del aguante.  

Cuando hablamos de violencia altamente lesivas, entonces, no estamos pensando en un atributo personal que cualifica a una persona sino en una relación social que organiza sus intercambios a través de la fuerza. Una violencia paradójica, puesto que no solo desordena la sociedad sino porque a veces tiene la capacidad de ordenarla. Tal vez la palabra «orden» le quede demasiado grande a la violencia y deberíamos hablar de «regulación», de violencia regulacional: la violencia encuadra y organiza las relaciones de intercambio entre personas y grupos de personas en un territorio determinado. Por su puesto que no es solamente la violencia, hay otros marcos que también deberíamos leer al lado de la violencia para evitar reduccionismos. Porque la regulación a veces apela a la violencia y otras veces a negociaciones y otro tipo de contenciones que implican la intervención, a veces improvisada y otras planificada, de otros actores sociales y estatales.6 Conviene resistir la tentación que tenemos todos aquellos que estudiamos la violencia de leer la complejidad de los fenómenos sociales a través del prisma exclusivo de la violencia. Más aún cuando se trata de un concepto nativo lleno de connotaciones morales. Se sabe, si todo es violencia nada es violencia. 

Dicho esto, hay que agregar que en determinados barrios los repertorios violentos empiezan a ganar cada vez más terreno, suelen ser recursos al alcance de la mano para enmarcar distintos tipos de relaciones. Y que conste que no estamos hablando solamente del mundo criminal, sino también de grupos de vecinos auto organizados que deciden tomar las cosas en sus propias manos.  

Por eso, cuando hablamos de violencias altamente lesivas estamos pensando que hay un exceso de violencia muy diversa que pide ser explorado todavía. Un plus de violencia que no parece que persiga fines utilitarios y, sin embargo, no se agota en sí mismo. No se sabe si estamos ante una tendencia y tampoco conocemos sus dinámicas y condiciones de posibilidad. Tenemos algunos indicios, pero se necesitan más investigaciones para sacar conclusiones. En lo que sigue del trabajo me gustaría repasar algunas dimensiones de la violencia que pueden ayudarnos en esa exploración, pero también para calibrar mejor nuestros interrogantes. 

3 Comencemos por distinguir las distintas dimensiones de la violencia que merecen ser tenidas en cuenta a la hora de explorar y comprender estas experiencias vertebradas a través de la agresión o que en determinado momento recurren a la violencia física y no necesariamente como última ratio

Por un lado, hay que destacar la dimensión instrumental de la violencia que se utiliza para alcanzar un fin determinado. Estoy pensando, por ejemplo, en la violencia que usa una persona para amedrentar a la víctima, neutralizarla, y de esa manera realizar su cometido sin resistencia. No tiene demasiado misterio y suele ser una dimensión que se da por supuesta: si hay violencia es porque se quieren alcanzar determinados objetivos, la violencia es un medio para alcanzar determinados fines.   

Sin embargo, en la última década, en determinados lugares de los conglomerados urbanos, se han empezado a notar violencias que no guardan proporción con los fines que se persiguen, que los exceden. Vaya por caso los robos que llegan con lesiones graves o están investidas de violencias simbólicas que, más allá de que no dejen marcas en el cuerpo, tienen un gran impacto en la subjetividad de las personas agredidas; o los allanamientos de moradas o entraderas que terminan con daños a la propiedad y objetos que hay en la casa que ha sido asaltada; lo mismo que la vandalización a edificios públicos barriales; o los destrozos de equipamientos urbanos; la ostentación y disparos de armas de fuego. Se trata de hechos muy distintos, de diferente envergadura, sin embargo, cuando los miramos de cerca nos damos cuenta que tienen o pueden tener algunas cosas en común.    

Más aún, el hecho de que la violencia sea desproporcionada no debería llevarnos a concluir que estamos ante violencias caóticas, meramente irracionales, y repostular el estado de naturaleza para los hechos y a los agresores como hombres-lobos del hombre. Una violencia desmedida o inútil, que va más allá de los fines aparentes, que tienen un plus que ya no puede cargarse fácilmente a la cuenta de la violencia instrumental. Esas violencias siguen también determinados criterios, están enmarcadas en rituales que asigna papeles y le dan sentido a la acción. Esos otros costados de la violencia son las dimensiones emotiva y expresiva. 

Con la dimensión emotiva o lúdica queremos aludir a las energías furtivas que se ponen en juego durante dichas transgresiones. Porque hablamos de violencias que también divierten, que pueden ser un gran atractivo porque producen adrenalina, alegría, euforia, fascinación, goce, hacen reír, nos sacan del aburrimiento y motorizan la grupalidad. La violencia suele ser una fuente de energía que no hay que desdeñar, sobre todo en las interacciones juveniles, porque suelen ser la oportunidad de demostrar y demostrarse coraje y destreza física, de averiguar –como dice el amigo César González– «lo que puede un cuerpo». Meter miedo y pilotear ese miedo, aprender a remar la paranoia o sentirse observado, a surfear el nerviosismo, los escalofríos y la ansiedad, la humillación de ser atrapado, forman parte del campo de experiencias de estos jóvenes. Destrezas y habilidades que se aprenden en la calle, a través de la victimización furtiva y predatoria, aguantando el hostigamiento o verdugueo policial7, bardeando a los vecinos8, desarrollando rivalidades y peleándose con otros grupos de pares (Cozzi, 2015). 

Las intrusiones a los domicilios, los arrebatos repentinos y actos de vandalismo, dijo Jack Katz, en su clásico libro Crímenes de estilo (1988), suelen seguir la estructura de un juego eróticamente evocador. Sus protagonistas no persiguen ningún fin que se desplace en el tiempo: la satisfacción es casi instantánea. Estas transgresiones despiertan picos emocionales. Salirse con la suya, estallar de euforia y suspirar de alivio, convierten a las transgresiones en experiencias excitantes. Estos delitos son una forma de emoción. No todo es razón, hay una compulsión irracional, existen emociones profundas que son catalizadas con violencias puestas en juego en aquellas transgresiones. No siempre hay un objetivo utilitario, a veces los eventos son eminentemente mágicos. Sentirse seducidos o fascinados por objetos encantados, estrellar contra la pared un iPhone que acaban de arrebatar, arrojar un bote de pintura en las paredes interiores o cagar en medio del living de la casa que acaban de asaltar, convierte a las transgresiones en un impulso abrumador, en prácticas maravillosas o exquisitas.

Pero conviene no sobreactuar nuestra indignación. Como sugirió Katz «las consecuencias de las emociones furtivas no suelen ser el lanzamiento hacia carreras criminales o la definición del yo furtivo.» Por el contrario, lo que se busca son nuevas posibilidades ampliadas del yo a través de formas que antes parecían inaccesibles. La violencia, entonces, como laboratorio, un campo de experiencia corporal.   

En cambio, con la dimensión expresiva, hacemos referencia al carácter performático que pueden tener esas mismas experiencias. Hay una gramática en la violencia que tampoco hay que desdeñar, un mensaje cifrado que no siempre podemos o queremos escuchar. Sabemos que la violencia suele ser muda, sin embargo, suele tener un potencial expresivo que no se les escapan a los más jóvenes. Es una violencia que puede comunicar, que a veces consigue comunicar algo. No es una violencia utilitaria, sino una violencia con estilo, que a veces lleva una firma, una huella reconocible o tiene un modus operandi para emitir un mensaje. 

Como ha sugerido Rita Segato en su libro La estructura elemental de la violencia (2010) siguiendo una vieja distinción formulada por Mijaíl Bajtin (2013): «ningún delito se agota en su finalidad instrumental. Todo delito es más grande que su objetivo: es una forma de habla, parte de un discurso que tuvo que proseguí por las vías del hecho; es una rúbrica, un perfil. (…) Siempre hay un gesto de más, una marca de más, un rasgo que excede su finalidad racional». Y agrega: «el cuerpo agredido es un intermediario mediante el cual se trasmite un mensaje a toda la sociedad». Hablamos de una violencia dialógica con varios destinatarios, entre los cuales, según Bajtin, pueden distinguirse tres destinatarios: la víctima concreta o destinatario segundo. Acá la violencia se presenta como castigo o venganza. El agredido, en tanto cuerpo frágil o vulnerable, es un cuerpo-sacrificio. A través de su cuerpo hablan otros actores y se hablará a otros cuerpos. En segundo lugar, está la víctima genérica: la violencia como agresión o afrenta a otro genérico cuyo poder es desafiado, usurpado. Es el interlocutor en las sombras. La violencia se vuelve alegórica, una violencia metafórica. Y finalmente, el destinatario tercero o superdestinatario o tercero invisible: La violencia como 

demostración de fuerza y virilidad ante una comunidad de pares, una violencia empleada para acumular prestigio que le permita ganar la atención, el respeto y reconocimiento de sus pares con los cuales se identifica y se siente cuidado. Son los coautores de la enunciación, los socios de la violencia. Para Segato el superdestinatario es el interlocutor principal del acto violento. Se trata de una violencia que alimenta las masculinidades y el poder asociado a ellas. Una violencia que se usa para adquirir estatus, respeto al interior del propio grupo de pares, para demostrar que sabe hacerse respetar y ganarse el respeto de sus pares, «sacar chapa». El agresor y la colectividad comparten el mismo imaginario, hablan el mismo lenguaje, pueden entenderse. Entonces el agresor se dirige a sus pares, y cuando eso sucede la víctima directa se vuelve una víctima sacrificial, una víctima inmolada en un ritual. La víctima sacrificada es dadora de «chapa», otorga un «cartel» a la persona o grupo agresor. En este juego ceremonioso, espectacular, la víctima es un desecho, una pieza descartable. Pero la víctima es un cuadro o lienzo sobre el que se escribe un mensaje más o menos cifrado a veces destinado a los propios pares o los grupos con los cuales mantienen alguna rivalidad, y otras veces al resto de la comunidad entera (Segato, 2013).

Dicho esto, hay que tener en cuenta que las caligrafías no siempre tienen el mismo trazo, la misma dramaticidad y la misma intensidad. En ese sentido, no pienso que estemos frente a ultraviolencias como las que azotan en otros países o ciudades de Latinoamérica, donde la violencia cruel (Franco, 2016) o el horror (Cavarero, 2009) se ha vuelto, como dijeron Rossana Reguillo (2012), Sayak Valencia (2016) o Sergio González Rodríguez (2009 y 2014) respectivamente, pornográfica, gore o siniestra. La crueldad es una tentación, pero no me parece que se haya convertido todavía en un repertorio de rigor que enmarca las acciones de grupos en sus variadas disputas territoriales. La crueldad no va más allá de las disputas interpersonales. Al menos por ahora. Lo que no significa que no haya casos particulares donde la violencia puede haber adquirido una crueldad manifiesta. Puede que el resentimiento y la diversión se unan en cada acto y haya mensajes oblicuos. Pero por ahora se trata de actos catárticos para manifestar la rabia y devolver los golpes recibidos en cómodas e imperceptibles cuotas, y también de reírse un rato. Los actos permanecen todavía desenganchados de otras experiencias, no se han convertido en un engranaje fundamental de las organizaciones territoriales, es decir, en un recurso productivo. 

Entre paréntesis: La matriz judicial para explicar las violencias letales en el territorio deja más preguntas que respuestas. En efecto, adentro de la categoría «ajustes de cuentas» entra de todo. Peor aún, cuando a esos «ajustes» se los leen a través de las industrias culturales y la habitual urgencia del periodismo, todo lleva «etiqueta narco». No vamos a negar que no existan violencias altamente lesivas vinculadas al universo transa. Más aun cuando sabemos que la violencia es una forma de regular el territorio. Pero como vienen señalando algunas especialistas, como la investigadora rosarina Eugenia Cozzi (2014, 2015 y 2018), no hay que apresurarse a cargar la violencia letal a la cuenta del control territorial: muchas veces esas violencias están vinculada a los conflictos interpersonales (las broncas y picas) entre grupos de jóvenes. 

Las disputas interpersonales y las disputas territoriales se acercan sin confundirse. Sin embargo, cabe hacerse las siguientes preguntas: ¿Cuán lejos estamos de que las disputas interpersonales (expresivas y emotivas) se conviertan en los instrumentos de determinados actores en sus disputas territoriales? Más aún: ¿cuán lejos estamos de que las disputas interpersonales se resuelvan bajo los códigos «narcos», es decir, con sicariatos?

4 Las violencias expresivas y emotivas forman parte de la cultura de la dureza desplegadas por distintos actores en barrios focalizados de las grandes ciudades. No son violencias difusas sino dinámicas que tienden a concentrarse en lugares determinados donde la desigualdad social, la segregación espacial, la fragmentación comunitaria y desconfianza hacia las instituciones siguen siendo persistentes. Violencias que hay que leerlas al lado de otras violencias muy diversas, por cierto, protagonizadas por otros actores (policías, vecinos, jóvenes y grupos de jóvenes, etc.). Diversas porque son heterogéneas (físicas, simbólicas, psicológicas), pero también porque resultan desiguales (tienen distintas escalas). Pero son violencias que hay que evitar andarivelizar: violencias combinadas, que hay que leerlas una al lado de la otra. No para postular encadenamientos –lo que no significa que no pueda haberlos-, sino para comprender las lógicas que se imponen en determinados territorios donde circulan. Violencias que hay que leerlas también al lado de otras prácticas vitales (no violentas) vinculadas a la religión, la política, el ocio, etc. (Hudson, 2015).

La cultura de la dureza y sus machismos no está para agregarle pintoresquismo a los agresores, y tampoco para reproducir solamente estructuras patriarcales. Permite, por un lado, y sobre todo, estar en el espacio público y hacer frente a los actores y problemas que los asedian, pero, además, organizar sus relaciones de intercambio, al tiempo que reproducen una serie de desigualdades. Como señaló el criminólogo anglosajón, Jock Young (2012), son una manera de protegerse contra las humillaciones acumuladas, una cultura de resistencia que termina atrapándolos en su difícil situación. En efecto, la violencia suele ser una manera de acumular respeto, un insumo moral para ganar prestigio, sacar chapa de duro que luego le permita evitar ser ventajeado por otros grupos de pares, hostigados por las policías o delatados o degradados por los vecinos. Cuando hablamos de «resistencia» hay que sortear su romantización, puesto que generan círculos viciosos que terminan reproduciendo las condiciones para que se produzcan esas situaciones. Aquí se puede decir que la violencia genera violencia o, mejor dicho, que la violencia tiende a generar violencia. Son violencias que no tienen capacidad o no lo consiguen detener la violencia. Desde el momento que retroalimentan las humillaciones y mal entendidos recrean las condiciones para perpetuarlas en el tiempo.

Lo dicho hasta acá tiene que servir para no confundir las disputas territoriales con las disputas interpersonales. Lo digo porque la violencia letal suele cargarse a la cuenta del «narcotráfico» o las «disputas narcos». Y que conste, además, que cuando decimos «disputas interpersonales» no estamos hablando solamente de las disputas entre jóvenes y/o grupos de jóvenes. También estamos pensando en las broncas y picas que pueden existir entre los vecinos y los miembros de una familia. Pero lo cierto es que todavía sabemos muy poco sobre estas disputas y lo que sabemos suele ser muy fragmentado y discontinuo. Para ponerlo con algunas preguntas que nos ayuden a calibrar el tamaño de los problemas con el que nos estamos empezando a medir: ¿Dónde terminan las disputas territoriales y comienzan las disputas interpersonales? O al revés: ¿Cuándo las disputas interpersonales se transforman en disputas territoriales? Porque vale recordar que estas disputas suelen llevarse a cabo en los mismos barrios, o entre actores que viven o han vivido en los mismos barrios. Quiero decir: ¿Qué relación existe entre las disputas territoriales y las disputas interpersonales? ¿Las disputas interpersonales se alimentan de las disputas territoriales? Y las disputas territoriales, ¿encuentran en las disputas interpersonales un insumo para resolver sus propios intereses? No se trata tampoco de saber qué fue primero, si el huevo o la gallina. Lo importante es explorar estas cuestiones sin perder de vista tanto las condiciones estructurales en las que se desarrolla la vida territorialmente como las vivencias de esas condiciones. No son preguntas abstractas, sino preguntas que tienen un costado muy concreto y doloroso. Tampoco estoy diciendo que lo que está sucediendo en algunos barrios de Rosario o el Conurbano Bonaerense esté pasando o vaya a acontecer en el resto del país. Sin embargo, ya se encendieron luces de alarma en el Ministerio de Seguridad de la Provincia de Buenos Aires por la circulación de violencias altamente lesivas en algunos barrios del área metropolitana. Aquí hay un universo que debemos explorar mejor y de manera continua, y me parece que las sociologías y las antropologías están mejor preparadas para responder estas cuestiones que los operadores judiciales que llegan a estas preguntas con otras tareas. 

Lo dicho hasta acá no debería llevarnos a subestimar las disputas territoriales y tampoco a sobrestimar a las disputas interpersonales. Lo digo además porque uno de los riesgos que corremos los académicos cuando nos enamoramos de un marco teórico es pretender encajar la realidad a la jerga que nos maravilló, a la novedad teórica de turno. En ese sentido, la palabra de los referentes de las organizaciones sociales, sobre todo aquellos que viven en el barrio, pueden ser de gran ayuda para calibrar las preguntas y testear las respuestas y, sobre todo, para narrar los problemas sin contarse cuentos. Esos referentes no son meros «informantes claves» sino la mejor brújula para que los investigadores no deliren y los funcionarios no subestimen esta nueva conflictividad social.    


Esteban Rodríguez Alzueta. Docente e investigador de la Universidad Nacional de Quilmes y la Universidad Nacional de La Plata. Director del LESyC y de la Revista Cuestiones Criminales


Notas

1 Según la Dirección Nacional de Política Criminal del Ministerio de Justicia y DD.HH., a cargo de Hernán Olaeta, los homicidios dolosos se han mantenido en las últimas cuatro décadas. Más allá de un pequeño pico en los años 2002 y 2003 como coletazo de la crisis del 2001, los homicidios permanecieron amesetados con una leve tendencia hacia la baja en los últimos años. La tasa de homicidios en 1983 era de 4,58 cada 100.000 habitantes (1.346 homicidios); en 1989 era de 8,46 (2.718 homicidios); en 2001 era de 8,20 (3.048 homicidios); en 2008 era de 5,80 (2.305 homicidios); en 2015 era de 6,36 (2744 homicidios) y en 2019 era de 4,94 (2.222 homicidios). Razón por la cual algunos investigadores se han preguntado si los homicidios dolosos son un indicador de la seguridad pública. 

2 En el 2012, cuando la tasa de homicidios de la provincia de Buenos Aires era de 7,6 cada 100.000 habitantes y la de Córdoba era de 6,9; en Rosario se cometían 15,6 homicidios cada cien mil habitantes. Solo en la ciudad de Rosario se cometieron 163 homicidios dolosos en 2011; 183 en 2012 y 264 en 2013. Es decir, apenas dos años después la cifra de homicidios había crecido más del doble: 22 asesinatos cada 100.000 personas. Las cifras ponen a la ciudad de Rosario entre las ciudades más violentas del mundo, por encima de São Paulo y Miami, incluso de la ciudad de Chicago (que tiene 16 asesinatos cada 100.000 habitantes). Aproximadamente el 80% de las víctimas tenían menos de 25 años de edad; el 70% se realizaron con arma de fuego y en su gran mayoría tuvo lugar en los espacios públicos. Las estadísticas confirman además que más de la mitad de los homicidios en esa ciudad en 2013 fueron cometidos en la zona sur y oeste; y de las 264 víctimas, 178 tenían menos de 35 años. 

3 En cuanto a Buenos Aires, que es la provincia con mayor cantidad de población, los homicidios tienen una tasa más alta que la media Argentina. Más aún, según los informes producidos por el Instituto de Investigaciones de la Corte Suprema de Justicia de la Nación (una iniciativa del ex juez Raúl Eugenio Zaffaroni, coordinado por los abogados Rodrigo Codino y Matías Bailone, una experiencia que fue discontinuada con su apartamiento de la Corte), tienen las mismas características que la media nacional. Si tomamos por ejemplo el año 2012, se puede ver que en el conurbano de la provincia de Buenos Aires hubo 789 víctimas por homicidios dolosos (lo que representa 7,66 homicidios por cada 100.000 habitantes, sobre un total de población de 10.302.907). Según el móvil del crimen las cifras se distribuyen de la siguiente manera: el 41,57% riña/ajuste/ venganza (328 casos); el 19,39% en ocasión de robo (153 casos); el 12,93% violencia/conflicto intrafamiliar (101 casos); el 9,63% legítima defensa (76 casos); el 8,75% desconocido (69 casos); 5,07% otros (40 casos); y el 2,66% intervención policial (21 casos). Si miramos más fino, haciendo foco en el distrito más importante del conurbano, como es el partido de La Matanza, con una población de 1.775.818 habitantes, observamos que en el 2012 hubo 166 víctimas de homicidios dolosos (lo que representa 9,34 homicidios cada 100.000 habitantes). Y si distribuimos las cifras según el móvil del crimen identificado por la justicia vemos que el 48% se produjo en casos de riña/ajuste/ venganza (79 casos); el 20% en ocasión de robo (34 casos); el 12% fue producto de la violencia/conflicto intrafamiliar (20 casos); el 22% desconocido (38 casos); el 8% legítima defensa (13 casos);  2% otros (3 casos) y el 2% producto de la intervención policial (4 casos). 

4El Programa de Abordaje Integral para la Prevención del delito y la violencia elaborado por la Subsecretaría de Formación y Desarrollo Profesional del Ministerio de Seguridad de la Provincia de Buenos Aires, a cargo de Javier Alonso es un programa piloto que está desarrollándose en los partidos de Moreno, Avellaneda, Quilmes y Morón. La elección de estos distritos, según nos contaron, no es casual, son territorios donde la violencia altamente lesiva se ha disparado. El Programa se diseñó en función de un diagnóstico previo elaborado con una herramienta metodológica de análisis criminal, muy interesante por cierto, llamada “Índice de Vulnerabilidad Barrial” (IVB) que mide y cruza los delitos violentos (lesiones por arma blanca y armas de fuego; robo residencial con daños; vandalismo a escuelas y centros de salud, balaceras y homicidios dolosos), con otras dimensiones: la dimensión poblacional (la vulnerabilidad por grupo etario, es decir, con la población juvenil en riesgo); la dimensión resguardo (botones antipánicos) y la dimensión masculinidad. Todas esas dimensiones se conflacionan según distintas fuentes disponibles (SID, DePAID y SATE 911) con el fin de calcular el indicador de violencia. Una herramienta, entonces, que permite no solo detectar los lugares más críticos en la provincia, sino en qué localidad y barrios se focaliza la violencia altamente lesiva. Pero además se propone detectar otras características que sirven para luego pensar la circulación de la violencia en esos lugares (qué días de la semana, a qué hora, en que radio, dónde viven los agresores y agredidos, etc.). Por ejemplo, en un barrio “X” del partido de Quilmes, el 43% de los eventos registrados corresponden a lesiones dolosas (37% corresponde a lesiones graves). Otro 43% corresponde a eventos de daño. El 38% de los delitos ocurre entre las 18 hs y las 24 hs; y otro 38% ocurre también entre las 00 hs y las 6 hs. En el SATE 911, el 42% de los despachos es por disparos de arma de fuego y un 28% por robo. Los sábados y domingos concentran el 40% de los despachos. 

5Este tema lo hemos abordado en: “Violencias vindicativas. Reponiendo umbrales de tolerancia”, publicado en El Cohete a la Luna en la edición del domingo 20 de junio de 2021. https://www.elcohetealaluna.com/violencias-vindicativas/ 

6El último libro de Javier Auyero y Katherine Sobering, Entre narcos y policías (2021) pueden encontrarse una serie de hipótesis que nos permitirán continuar explorando las relaciones clandestinas entre algunos sectores de las agencias del estado y algunos actores de las economías ilegales. También en nuestra tesis doctoral Desarmando al pibe chorro hemos abordado esta cuestión. 

7Este tema lo hemos explorado ampliamente en nuestro libro Yuta, el verdugueo policial desde la perspectiva de jóvenes. La Plata, Malisia, 2020. 

8Este tema lo hemos explorado en el libro Hacer bardo: Provocaciones, resistencias y redivas de jóvenes urbanos. La Plata, Malisia, 2016.


Referencias

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