Violencias de género y justicia

Nuevas respuestas para las demandas de siempre

En la construcción de respuestas en materia de violencia de género, suele asociarse a la atención punitiva con relevancia. Una atención retórica, que se gestiona con inflación legislativa y restricción de libertades con la misma intensidad con la que se desentienden los resultados de aquello que se propone como solución. Sino veamos la cantidad de ejemplos que podemos traer de los últimos años: ante órdenes de restricción que no se cumplen, se impulsan denuncias penales a quienes no las han cumplido o incluso proyectos de ley proponiendo aumentos de penas cuando las órdenes desobedecidas lo sean en una omnicomprensiva referencia a casos de violencia de género. Luego, si no se cumplieron y advertimos que no fueron controladas o que quienes las dictaron lo hicieron con abulia burocrática, denuncias incluso impulsadas por el Poder Ejecutivo a quienes las dictaron. Si el hecho horroroso del momento fue cometido por una persona que había estado privada de la libertad, otra vez, se debería reformar la ley para impedir que otros egresen antes de la cárcel y enjuiciar a quienes dispusieron esa libertad anticipada.

Finalmente, si estamos ante un hecho cometido por quien tenía una condena condicional y nunca había estado preso, entonces impidamos a futuro todas las condenas condicionales; si tenía una salida alternativa y violó las reglas –dado que nadie las controla–, prohibamos entonces las salidas alternativas. Esto ha sucedido al menos en los últimos diez años en Argentina, en relación con las políticas públicas en torno a los casos de violencia de género, además de la incorporación de figuras penales específicas. 

Me interesa colocar e insistir porque esto es harto sabido, cómo las reacciones ante la demanda no se apartan del par inflación penal y grandilocuencia denuncista tras el estupor por casos tremendos, sin considerar la enorme diversidad de conflictos irresueltos en este campo de conflictividades. 

Aunque la opacidad habitual de los sistemas de justicia impide considerar trayectorias de manera razonable, algunos estudios (MPF/DGPG, 2018), muestran que la tierra prometida del juicio oportuno y eficaz definida por la Corte Suprema de Justicia de la Nación como condición de satisfacción de las garantías previstas en el artículo 7 de la Convención de Belem do Pará (causa   G.   61,   L°   XLVIII,   sent.   de 23/04/2013), es una marginal excepción. Un sistema de justicia que promete juicios que no llegan, que impide otras respuestas diversificadas, se vuelve un embudo y un auténtico embalse de impunidad. 

En esa escena, es justo decirlo, también ha habido esfuerzos de reorganización institucional, de adecuación de estructuras conforme a criterios de especialización como ocurre con las fiscalías especializadas u oficinas de atención, impulso de prácticas novedosas en el trabajo cotidiano (Danti, 2019), pero en términos generales, expresiones que se licuan en una dinámica que en sus aspectos más medulares no se conmueve entre otras cosas porque ante cada oportunidad política la insistencia en las medidas de siempre termina por licuarlas. 

Se trata de recorridos tan repetidos como desconectados de cualquier compromiso estructural con la eficacia que prometen: nadie desconoce que aumenta geométricamente la cantidad de denuncias, que son recibidas en las mismas comisarías carentes de recursos humanos a la altura de la integralidad de la atención declamada; volumen que luego cae en declive ostentoso cuando transcurre el tiempo y que deben procesarse en un campo judicial con actores cuyas dinámicas, prácticas y estructuras no van a conmoverse a pura gestualidad pedagógica, ni con invitaciones a cambiar la perspectiva o, cada tanto, alguna que otra amenaza de juicio político. Tampoco con una esencialista redistribución sexo-genérica entre los puestos y cargos de una organización cuyo verticalismo ni siquiera se confronta. Eso está muy bien si su objetivo es promover una composición más diversa, pero adosarle per se capacidad transformadora a una conservadora política de ruptura de techos de cristal, antes que una ingenuidad, es de un esencialismo peligroso (Power, 2017). Hago mención a esas estrategias porque son las que ahora mismo campean la escena de propuestas y hay que reconocerles que, al menos retóricamente, han esmerilado el protagonismo de las propuestas puramente punitivas. 

No se trata de un desmerecimiento, sino de examinar atentamente su pertinencia para los fines que decimos perseguir con ellas. Por supuesto que mejor capacitar que no hacerlo, desde ya que si están disponibles mecanismos institucionales para controlar el desempeño de jueces y fiscales y eso conmueve el plus de desidia que sospechamos en estos casos, adelante con su uso: quién podría oponerse a romper la hegemonía masculina en la composición de un poder del Estado. Pero todas esas medidas son perfectamente compatibles con el estado de cosas y la matriz de respuestas habituales a las que apuntábamos recién al describir el derrotero de políticas en los últimos años. 

¿Cómo construir otras respuestas? Partiendo de otras preguntas: escucha, acompañamiento y respuesta

Pero si se trata de construir una justicia completamente diferente, quizás reconectar con los problemas a los que decimos queremos responder cuando nos involucramos en estos debates, lo que aparece tan automáticamente como respuestas asociadas a la satisfacción de esas demandas, podría no ser lo prioritario. 

Así como son persistentes las respuestas fallidas, también persisten las demandas. Suena lógico: si hacemos siempre lo mismo y no funciona, las demandas insistirán sin grandes variaciones. Volver sobre ellas y tomarlas en serio. Esto implica un genuino «no va más» por los caminos recorridos hasta ahora. Dos demandas habituales para enfocar otras búsquedas: escucha y respuestas. No podría desarrollar extensamente cada una de ellas, ni por espacio ni por competencias profesionales para hacerlo, pero quisiera al menos apuntar algunas reflexiones en cada  caso. 

El reclamo de escucha es generalizado, alcanza expresiones colectivas como las que se hacen oír en manifestaciones públicas que tienen a la justicia y sus intervenciones en el centro: desde la reivindicación de las  rupturas del silencio en sociedades que han amparado abusos en silencios construidos a fuerzas de naturalización de roles y violencias, a reclamos específicos de escucha cuando se trata del acceso a la justicia, del caso concreto.

El eco de las denuncias repetidas sistemáticamente es otro ejemplo de esa no escucha que se achaca y se pide revertir. En gran medida, la dinámica del proceso y la cultura del trámite escrito consolida abismos entre quien reclama y quienes deben resolver esos reclamos. La cultura del expediente es funcional al ocultamiento del conflicto, le quita posibilidades expresivas y con ello favorece las respuestas automáticas, mayoritariamente divorciadas de los intereses de las víctimas. 

Si se trata de instrumentar políticas  de escucha efectiva, la dinámica de la oralidad en audiencias, también permite pensar e intervenir en el conflicto ampliando el abordaje  a otras participaciones e interacciones más que genuinas que las que secuencialmente se pueden dar en un expediente.  

En ese punto, la audiencia como dispositivo provee también mejores condiciones para la convocatoria de otras personas a las que sea necesario involucrar, abordar y llamar a los efectos de una mejor comprensión para efectivamente poder aproximarnos a lo que las personas buscan: respuestas. Los conflictos no ocurren en el vacío y el sistema escrito tan diagnosticado por sus problemas en torno a los derechos del acusado, también es nefasto para la intervención oportuna y eficaz de cara a las personas victimizadas. Habrá que pensar en cómo el dispositivo no se vuelve contra ellas, no les impone encuentros que profundizan el daño, cómo se construye el espacio. Suena raro –o no– la escucha en un sistema escrito. Claro que una audiencia puede ser una parodia, pero un expediente es –si de escucha se trata–, una imposibilidad en sí mismo.

Por otro lado, las políticas restrictivas a las que aludimos en el apartado anterior –en particular las que imponen que los procesos no pueden terminar de otra forma que no sea en un juicio o prohíben mecanismos diversos para la gestión como las mediaciones, la suspensión del proceso a prueba o cualquier otro mecanismo no centrado en la imposición de castigo–, se construyen en nombre de las protección de las «víctimas» (MESECVI, 2015). Pero paradójicamente a fuerza de su silenciamiento y expulsión de los procesos. ¿Existen cifras que demuestren que el impacto de todas esas prohibiciones ha sido más juicios efectivos y más respuestas eficaces para las personas que acudieron en reclamos de sus derechos? 

Lo que sí suelen demostrar algunas investigaciones (Laurrauri, 2003), es que ese tipo de prohibiciones expulsa del proceso a las personas que conocen que sus conflictos son menos maniqueos que las promesas judiciales. Claro que hay derecho a la protección, pero también hay derecho a la autonomía y derecho a participar en las decisiones que atañen a nuestras vidas.  Un sistema que no diversifica respuestas ante cierto tipo de conflictos, no es una oportunidad necesariamente y a veces se vuelve una trampa.

La reducción de respuestas a estos conflictos en la dinámica de protección de las víctimas como esfera privilegiada de la intervención que se propone, en lugar de pensar en la gestión y composición dirigida a absorber violencias y reparar daños; considerando a todas las personas involucradas (Binder; 2018), conduce a restricciones en la satisfacción de derechos. Si los sistemas de justicia carecen de políticas criminales sustanciales y bien fundadas para decidir en qué casos diversificar la respuesta, si se aplican reglas que no se controlan, si las formas de obtener la opinión de las víctimas es fraudulenta: ¿la solución es una prohibición absoluta, incluso contra la voluntad de las personas que protagonizan el conflicto? ¿Cuál es el indicador de eficacia de esa política? 

Son medidas paternalistas que invocan a una perspectiva de género en la que lo que las víctimas digan deja de importar. Una nueva invitación al silencio basada en construcciones abstractas y universales de lo que las víctimas son, tan afines a la intervención desapegada de los hechos concretos y de los intereses de quienes reclamaron la intervención, bien funcionales a los estereotipos: una víctima de verdad no renunciaría al castigo, si el interés es otro, entonces qué tan víctima fue. Esta insistencia en la heterogeneidad de los intereses está referida en diversas investigaciones que han puesto el acento en considerar cómo perciben la respuesta que se ofrece ante las  demandas en casos de este tipo (Arduino y Pujó; 2020;  Teodori,2016, Daich: 2011). 

Una cosa es organizar una política criminal orientada a revertir la desatención histórica en los ámbitos institucionales ante hechos ocurridos por violencia de género, desalentando un uso despectivo de las salidas como modo de subestimar los conflictos a los que se aplican. Otra muy distinta es que –ni más ni menos que en nombre de la protección de los intereses de una víctima abstractamente considerada–, se  trabaje con absoluta prescindencia de la opinión e intereses de las personas efectivamente victimizadas. Cuando las leyes prohíben sin resquiciosotras salidas, silencian a aquellas personas que quieren otra cosa. 

Y esa monotonía que conduce todo a la promesa de juicio, no sólo será probablemente incumplida, sino que se desentiende de todo otro conjunto de obligaciones que también el Estado tiene con estas personas, además de las ya mencionadas, ¿qué espacio deja a la reparación integral un sistema que se estructura a partir de la imposición de silencios como los que establecen las prohibiciones de respuestas alternativas al juicio? 

Por último, si lo que activa responsabilidades estatales está mediado por la judicialización del conflicto porque allí la persona agredida se cristaliza como víctima, la idea de que responderle a ella es trabajar solo con ella o, peor aún, confundir respuestas a sus daños con ensañamiento nudamente cautelar sobre las personas que les han agredido –cristalizadas como agresores–  nos mantiene en el plano de intentos neutralizadores, a merced del cautelado. 

Incluso en un escenario de hipervigilancia tecnológica como el que muchas personas pueden fantasear, aunque nada probable en países empobrecidos como los nuestros, la burocracia de la cautelar es casi una propuesta de ruleta rusa. Una política integral de garantización de derechos a las personas victimizadas por hechos de estas características no puede prescindir de herramientas de abordaje y acompañamiento a quienes generan las agresiones. 

Eso no es sinónimo de aprobación ni complacencia con las violencias que puedan haber protagonizado, más bien es un requerimiento mínimo de compromiso con la resolución de los conflictos que se plantean. Y muchas veces para poder trabajar en la autonomía y fortalecimiento de derechos de las personas agredidas, hay que acompasar con trabajo en torno a las personas agresoras. En este punto: ¿el espacio carcelario es la mejor locación para tamaño desafío? 

Probablemente no exista otro ámbito de promesas tan incumplidas como las punitivas e insistir en esas respuestas implicaría seguir siendo indiferentes a la heterogeneidad de intereses concretos que las personas persiguen cuando recurren al sistema de justicia en conflictos de  este tipo. 

Lo mismo ocurre con el mantenimiento de prácticas y dispositivos institucionales y jurídicos que, al reducirlo todo a trámites, fagocitan esas demandas asociando –en el mejor de los casos– respuestas con sanción; más en el registro de restablecer la vigencia de la norma, que en reparar a las personas que han sido dañadas.  

En ocasión de un nuevo 3J, aun con ecos del último estallido que produjo el conmocionante femicidio de Úrsula Bahillo, producto del estruendo social amplificado por la cantidad de alertas que una vez más fueron desatendidos: denuncias múltiples, tramitadas en expedientes que un viernes dejaron su botón de pánico en un expediente, un acusado con antecedentes de salud mental desatendidos aunque existían castigos administrativos formales, funcionarios sospechados de encubrir, entre otros disparates que ofrece la rutina judicial en distintas latitudes. 

Un eco que en las calles se ha sintetizado en la consigna «reforma judicial feminista» y que ojalá se aproveche para acoger la profundidad de los reclamos y huir de los slogans de ocasión. Retomar las demandas pendientes, con abordajes renovados. También en el plano de la construcción de políticas, menos recetas, más escucha. 

Ileana Arduino
Coordinadora del GT Feminismos y Justicia Penal del Instituto Nacional de  Estudios Comparados en Ciencias Penales y Sociales (INECIP).

Referencias

Arduino, Ileana, y Pujó, Soledad. (2020). Estudio exploratorio sobre prácticas del sistema de  justicia en torno a casos de violencia de género en la justicia nacional de la Ciudad  de Buenos Aires : Medidas de Protección y Gestión Alternativa a los Juicios Penales. Publicación INECIP/CEJA. 

Binder Alberto, Fundamentos de derecho penal, Tomo IV, Bs. As. Editorial Ad- Hoc, 2018

Daich, Débora (2011) “Administración judicial penal de conflictos familiares. Entre la suspensión del juicio a prueba y el insulto moral, publicado en Interseçoes [Rio de Janeiro] V. 13 n. 2. 

Danti, Fabiana (2019), exposición en el panel Justicia, género y mecanismos alternativos al castigo en el proceso penal: ¿articulación necesaria o impunidad?,  II Encuentro Regional Feminismos y Justicia Penal, INECIP. 

Larrauri, Elena (2003), ¿Por qué retiran las mujeres maltratadas las denuncias? en Revista de Derecho Penal y Criminología, 2da. época, n.° 12.

MESECVI (2015), Segundo Informe de seguimiento de implementación de las recomendaciones del Comité de Expertas del MESECVI.

Power, Nina (2017), La mujer unidimensional, Madrid, Traficante de sueños.  

Teodori, Claudia (2016), A los saltos buscando el cielo. Trayectorias de mujeres en situación de violencia familiar, Segunda edición, Buenos Aires, Biblos.